y
demás arlingtonianos,
por
el té, la simpatía y el sofá
1
La
casa se alzaba en un pequeño promontorio, justo en las afueras del pueblo.
Estaba sola y daba a una ancha extensión cultivable de la campiña occidental.
No era una casa admirable en sentido alguno; tenía unos treinta años de
antigüedad, era achaparrada más bien cuadrada, de ladrillo, con cuatro ventanas
en la fachada delantera y de tamaño y proporciones que conseguían ser bastante
desagradables a la vista.
La
única persona para quien la casa resultaba en cierto modo especial, era Arthur
Dent, y ello sólo porque daba la casualidad de que era el único que vivía en
ella. La había habitado durante tres años, desde que se mudó de Londres, donde
se irritaba y se ponía nervioso. También tenía unos treinta años; era alto y
moreno, y nunca se sentía enteramente a gusto consigo mismo. Lo que más solía
preocuparle era el hecho de que la gente le preguntara siempre por qué tenía un
aspecto tan preocupado. Trabajaba en la emisora local de radio, y solía decir a
sus amigos que su actividad era mucho más interesante de lo que ellos
probablemente pensaban.
El
miércoles por la noche había llovido mucho y el camino estaba húmedo y
embarrado, pero el jueves por la mañana había un sol claro y brillante que,
según iba a resultar, lucía sobre la casa de Arthur por última vez.
Aún
no se le había comunicado a Arthur en forma debida que el ayuntamiento quería
derribarla para construir en su lugar una vía de circunvalación.
A
las ocho de la mañana de aquel jueves, Arthur no se encontraba muy bien. Se
despertó con los ojos turbios, se levantó, deambuló agotado por la habitación,
abrió una ventana, vio un bulldozer, encontró las zapatillas y, dando un
traspiés, se encaminó al baño para lavarse.
Pasta
de dientes en el cepillo: ya, a frotar.
Espejo
para afeitarse: apuntaba al cielo. Lo acopló. Durante un momento el espejo
reflejó otro bulldozer por la ventana del baño. Convenientemente ajustado,
reflejó la encrespada barba de Arthur. Se afeitó, se lavó, se secó y, dando
trompicones, se dirigió a la cocina con idea de hallar algo agradable que
llevarse a la boca.
Cafetera,
enchufe, nevera, leche, café. Bostezo.
Por
un momento, la palabra «bulldozer» vagó por su mente en busca de algo
relacionado con ella.
El
bulldozer que se veía por la ventana de la cocina era muy grande.
Lo
miró fijamente.
«Amarillo»,
pensó, y fue tambaleándose a su habitación para vestirse.
Al
pasar por el baño se detuvo para beber un gran vaso de agua, y luego otro.
Empezó a sospechar que tenía resaca. ¿Por qué tenía resaca? ¿Había bebido la
noche anterior? Supuso que así debió ser. Atisbó un destello en el espejo de
afeitarse.
«Amarillo»,
pensó, y siguió su camino vacilante hacia la habitación.
Se
detuvo a reflexionar. La taberna, pensó. ¡Santo Dios, la taberna! Vagamente
recordó haberse enfadado por algo que parecía importante. Se lo estuvo
explicando a la gente, y más bien sospechó que se lo había contado con gran
detalle: su recuerdo visual más nítido era el de miradas vidriosas en las caras
de los demás. Acababa de descubrir algo sobre una nueva vía de circunvalación.
Habían circulado rumores durante meses, pero nadie parecía saber nada al
respecto. Ridículo. Bebió un trago de agua.
Eso
ya se arreglaría solo, concluyó; nadie quería una vía de circunvalación, y el
ayuntamiento no tenía en qué basar sus pretensiones. El asunto se arreglaría
por sí solo.
Pero
qué espantosa resaca le había producido. Se miró en la luna del armario. Sacó
la lengua.
«Amarilla»,
pensó.
La
palabra amarillo vagó por su mente en busca de algo relacionado con ella.
Quince
segundos después había salido de la casa y estaba tumbado delante de un enorme
bulldozer amarillo que avanzaba por el sendero del jardín.
Mister
L. Prosser era, como suele decirse, muy humano. En otras palabras, era un
organismo basado en el carbono, bípedo, y descendiente del mono. Más
concretamente, tenía cuarenta años, era gordo y despreciable y trabajaba para
el ayuntamiento de la localidad. Cosa bastante curiosa, aunque él lo ignoraba,
era que descendía por línea masculina directa de Gengis Kan, si bien las
generaciones intermedias y la mezcla de razas habían escamoteado sus genes de
tal manera que no poseía rasgos mongoloides visibles, y los únicos vestigios
que aún conservaba mister L. Prosser de su poderoso antepasado eran una
pronunciada corpulencia en torno a la barriga y cierta predilección hacia
pequeños gorros de piel.
De
ningún modo era un gran guerrero; en realidad, era un hombre nervioso y
preocupado. Aquel día estaba especialmente nervioso y preocupado porque había
topado con una dificultad grave en su trabajo, que consistía en quitar de en
medio la casa de Arthur Dent antes de que acabara el día.
-
Vamos, mister Dent -dijo-, usted sabe que no puede ganar. No puede estar
tumbado delante del bulldozer de manera indefinida.
Intentó
dar un brillo fiero a su mirada, pero sus ojos no le respondieron.
Arthur
siguió tumbado en el suelo y le lanzó una réplica desconcertante.
-
Bueno -dijo-; ya veremos quién se achata antes.
-
Me temo que tendrá que aceptarlo -repuso mister Prosser, empuñando su gorro de
piel y colocándoselo del revés en la coronilla-. ¡Esa vía de circunvalación
debe construirse y se construirá!
-
Es la primera noticia que tengo - afirmó Arthur-. ¿Por qué tiene que
construirse?
Mister
Prosser agitó el dedo durante un rato delante de Arthur; luego dejó de hacerlo
y lo retiró.
-
¿Qué quiere decir con eso de por qué tiene que construirse? - le preguntó a su
vez-. Se trata de una vía de circunvalación. Y hay que construir vías de
circunvalación.
Las
vías de circunvalación son artificios que permiten a ciertas personas pasar con
mucha rapidez de un punto A a un punto B, mientras que otras avanzan a mucha
velocidad desde el punto B al punto A. La gente que vive en un punto C, justo
en medio de los otros dos, suele preguntarse con frecuencia por la gran
importancia que debe tener el punto A para que tanta gente del punto B tengan
tantas ganas de ir para allá, y qué interés tan grande tiene el punto B para
que tanta gente del punto A sienta tantos deseos de acudir a él. A menudo
ansían que las personas descubran de una vez para siempre el lugar donde
quieren quedarse.
Mister
Prosser quería ir a un punto D. El punto D no estaba en ningún sitio en
especial, sólo se trataba de cualquier punto conveniente que se encontrara a
mucha distancia de los puntos A, B y C. Llegaría a tener una bonita casita de
campo en el punto D, con hachas encima de la puerta, y pasaría una agradable
cantidad de tiempo en el punto E, donde estaría la taberna más próxima al punto
D. Su mujer, por supuesto, quería rosales trepadores, pero él prefería hachas.
No sabía por qué; sólo que le gustaban las hachas. Se ruborizó profundamente
ante las muecas burlonas de los conductores de los bulldozers.
Empezó
a apoyarse en un pie y luego en otro, pero estaba igualmente incómodo
descargando el peso en cualquiera de los dos. Estaba claro que alguien había
sido sumamente incompetente, y esperaba por lo más sagrado que no hubiera sido
él.
-
Tenía usted derecho a hacer sugerencias o a presentar objeciones a su debido
tiempo, ¿sabe? -dijo mister Prosser.
-
¿A su debido tiempo? -gritó Arthur-. ¡A su debido tiempo! La primera noticia
que he tenido fue ayer, cuando vino un obrero a mi casa. Le pregunté si venía a
limpiar las ventanas y me contestó que no, que venía a derribar mi casa. No me
lo dijo inmediatamente, desde luego. Claro que no. Primero me limpió un par de
ventanas y me cobró cinco libras. Luego me lo dijo.
-
Pero mister Dent, los planos han estado expuestos en la oficina de
planificación local desde hace nueve meses.
-
¡Ah, claro! Ayer por la tarde, en cuanto me enteré, fui corriendo a verlos. No
se ha excedido usted precisamente en llamar la atención hacia ellos, ¿verdad
que no? Me refiero a decírselo realmente a alguien, o algo así.
-
Pero los planos estaban a la vista...
-
¿A la vista? Si incluso tuve que bajar al sótano para verlos.
-
Ahí está el departamento de exposición pública.
-
Con una linterna.
-
Bueno, probablemente se había ido la luz.
-
Igual que en las escaleras.
-
Pero bueno, encontró el aviso, ¿no?
-
Sí -contestó Arthur-, lo encontré. - Estaba a la vista en el fondo de un
archivador cerrado con llave y colocado en un lavabo en desuso en cuya puerta
había un letrero que decía: Cuidado con el leopardo.
Por
el cielo pasó una nube. Arrojó una sombra sobre Arthur Dent, que estaba tumbado
en el barro frío, apoyado en el codo. Arrojó otra sombra sobre la casa de
Arthur Dent. Mister Prosser frunció el ceño.
-
No parece que sea una casa particularmente bonita - afirmó.
-
Lo siento, pero da la casualidad de que a mí me gusta.
-
Le gustará la vía de circunvalación.
-
¡Cállese ya! -exclamó Arthur Dent-. Cállese, márchese y llévese con usted su
condenada vía de circunvalación. No tiene en qué basar sus pretensiones, y
usted lo sabe.
Mister
Prosser abrió y cerró la boca un par de veces mientras su imaginación se
llenaba por un momento de visiones inexplicables, pero horriblemente
atractivas, de la casa de Arthur Dent consumida por las llamas y del propio
Arthur gritando y huyendo a la carrera de las ruinas humeantes con al menos
tres pesadas lanzas sobresaliendo en su espalda. Mister Prosser se veía
incomodado con frecuencia por imágenes parecidas, que le ponían muy nervioso.
Tartamudeó un momento, pero logró dominarse.
-
Mister Dent -dijo.
-
¡Hola! ¿Sí? -dijo Arthur.
-
Voy a proporcionarle cierta información objetiva. ¿Tiene usted alguna idea del
daño que sufriría ese bulldozer si yo permitiera que simplemente le pasara a
usted por encima?
-
¿Cuánto? -inquirió Arthur.
-
Ninguno en absoluto -respondió mister Prosser, apartándose nervioso y frenético
y preguntándose por qué le invadían el cerebro mil jinetes greñudos que no
dejaban de aullar.
Por
una coincidencia curiosa, ninguno en absoluto era exactamente el recelo que el
descendiente de los simios llamado Arthur Dent abrigaba de que uno de sus
amigos más íntimos no descendiera de un mono, sino que en realidad procediese
de un pequeño planeta próximo a Betelgeuse, y no de Guilford, como él afirmaba.
Eso
jamás lo había sospechado Arthur Dent,
Su
amigo había llegado por primera vez al planeta Tierra unos quince años antes, y
había trabajado mucho para adaptarse a la sociedad terrestre; y con cierto
éxito, habría que añadir. Por ejemplo, se había pasado esos quince años
fingiendo ser un actor sin trabajo, cosa bastante plausible.
Pero, por descuido, había cometido un error al
quedarse un poco corto en sus investigaciones preparatorias. La información que
había obtenido le llevó a escoger el nombre de «Ford Prefect» en la creencia de
que era muy poco llamativo.
No
era exageradamente alto, y sus facciones podían ser impresionantes pero no muy
atractivas. Tenía el pelo rojo y fuerte, y se lo peinaba hacia atrás desde las
sienes. Parecía que le habían estirado la piel desde la nariz hacia atrás.
Había algo raro en su aspecto, pero resultaba difícil determinar qué era. Quizá
consistiese en que no parecía parpadear con la frecuencia suficiente, y cuando
le hablaban durante cierto tiempo, los ojos de su interlocutor empezaban a
lagrimear. O tal vez fuese que sonreía con muy poca delicadeza y le daba a la
gente la enervante impresión de que estaba a punto de saltarles al cuello.
A
la mayoría de los amigos que había hecho en la Tierra les parecía una persona
excéntrica, pero inofensiva; un bebedor turbulento con algunos hábitos
extraños. Por ejemplo, solía irrumpir sin que lo invitaran en fiestas
universitarias, donde se emborrachaba de mala manera y empezaba a burlarse de
cualquier astrofísico que pudiera encontrar hasta que lo echaban a la calle.
A
veces se apoderaban de él extraños estados de ánimo; se quedaba distraído, mirando
al cielo como si estuviera hipnotizado, hasta que alguien le preguntaba qué
estaba haciendo. Entonces parecía sentirse culpable durante un momento; luego
se tranquilizaba y sonreía.
-
Pues buscaba algún platillo volante - solía contestar en broma, y todo el mundo
se echaba a reír y le preguntaba qué clase de platillos volantes andaba
buscando.
-
¡Verdes! - contestaba con una mueca perversa; lanzaba una carcajada estrepitosa
y luego arrancaba de pronto hacia el bar más próximo, donde invitaba a una ronda
a todo el mundo.
Esas
noches solían acabar mal. Ford se ponía ciego de whisky, se acurrucaba en un
rincón con alguna chica y le explicaba con frases inconexas que en realidad no
importaba tanto el color de los platillos volantes.
A
continuación, echaba a andar por la calle, tambaleándose y semi-paralítico,
preguntando a los policías con los que se cruzaba si conocían el camino de
Betelgeuse. Los policías solían decirle algo así:
-
¿No cree que ya va siendo hora de que se vaya a casa, señor?
-
De eso se trata, quiero recogerme -respondía Ford de manera invariable en tales
ocasiones.
En
realidad, lo que verdaderamente buscaba cuando miraba al cielo con aire
distraído, era cualquier clase de platillo volante. Decía que buscaba uno verde
porque ése era tradicionalmente el color de los exploradores comerciales de
Betelgeuse.
Ford
Prefect estaba desesperado porque no llegaba ningún platillo volante; quince
años era mucho tiempo para andar perdido en cualquier parte, especialmente en
un sitio tan sobrecogedoramente aburrido como la Tierra.
Ford
ansiaba que pronto apareciese un platillo volante, pues sabía cómo hacer
señales para que bajaran y conseguir que lo llevaran. Conocía la manera de ver
las Maravillas del Universo por menos de treinta dólares altairianos al día.
En
realidad, Ford Prefect era un investigador itinerante de ese libro
absolutamente notable, la Guía del autoestopista galáctico.
Los
seres humanos se adaptan muy bien a todo, y a la hora del almuerzo había
arraigado una serena rutina en los alrededores de la casa de Arthur. Este
interpretaba el papel de rebozarse la espalda en el barro, solicitando de vez
en cuando ver a su abogado o a su madre, o pidiendo un buen libro, mister
Prosser asumía la función de atacar a Arthur con algunas maniobras nuevas,
soltándole de cuando en cuando un discurso sobre «el bien común», «la marcha
del progreso», «ya sabe que una vez derribaron mi casa», «nunca se debe mirar
atrás» y otros camelos y amenazas; y el quehacer de los conductores de los
Bulldozer era sentarse en corro bebiendo café y haciendo experimentos con las
normas del sindicato para ver si podían sacar ventajas económicas de la
situación.
La
Tierra se movía despacio en su trayectoria diurna.
El
Sol empezaba a secar el barro sobre el que Arthur estaba tumbado.
Una
sombra volvió a cruzar sobre él.
-
Hola, Arthur -dijo la sombra.
Arthur
levantó la vista y, guiñando los ojos para protegerse del sol, vio que Ford
Prefect estaba de pie a su lado.
-
¡Hola, Ford!, ¿cómo estás?
-
Muy bien -contesto Ford-. Oye, ¿estás ocupado?
-
¡Que si estoy ocupado! -exclamó Arthur-. Bueno, ahí están todos esos Bulldozer,
y tengo que tumbarme delante de ellos porque si no derribarían mi casa; pero
aparte de eso... pues no especialmente, ¿por qué?
En
Betelgeuse no conocen el sarcasmo. Y Ford Prefect no solía captarlo a menos que
se concentrara.
-
Bien, ¿podemos hablar en algún sitio? -preguntó.
-
¿Cómo? -repuso Arthur Dent.
Durante
unos segundos pareció que Ford le ignoraba, pues se quedó con la vista fija en
el cielo como un conejo que tratase de que lo atropellara un coche. Luego, de
pronto, se puso en cuclillas junto a Arthur.
-
Tenemos que hablar -le dijo en tono apremiante.
-
Muy bien -le contestó Arthur-, hablemos.
-
Y beber -añadió Ford-. Es de importancia vital que hablemos y bebamos. Ahora
mismo. Vamos a la taberna del pueblo.
Volvió
a mirar al cielo, nervioso, expectante.
-
¡Pero es que no entiendes! -gritó Arthur. Señaló a Prosser-. ¡Ese hombre quiere
derribar mi casa!
Ford
le miró, perplejo.
-
Bueno, puede hacerlo mientras tú no estás, ¿no? -sugirió.
-
¡Pero no quiero que lo haga!
-
¡Ah!
-
Oye, Ford, ¿qué es lo que te pasa? -preguntó Arthur.
-
Nada. No me pasa nada. Escúchame, tengo que decirte la cosa más importante que
hayas oído jamás. He de contártela ahora mismo, y debo hacerlo en el bar Horse
and Groom.
-
Pero ¿por qué?
-
Porque vas a necesitar una copa bien cargada.
Ford
miró fijamente a Arthur, que se quedó asombrado al comprobar que su voluntad
comenzaba a debilitarse. No comprendía que ello era debido a un viejo juego
tabernario que Ford aprendió a jugar en los puertos del hiperespacio que
abastecían a las zonas mineras de madranita en el sistema estelar de Orión
Beta.
Tal
juego no se diferenciaba mucho del juego terrestre denominado «lucha india», y
se jugaba del modo siguiente:
Dos
contrincantes se sentaban a cada extremo de una mesa con un vaso enfrente de
cada uno.
Entre
ambos se colocaba una botella de aguardiente janx (el que inmortalizó la
antigua canción minera de Orión: «¡Oh!, no me des más de ese añejo aguardiente
janx / No, no me des más de ese añejo aguardiente janx / Pues mi cabeza echará
a volar, di lengua mentirá, mis ojos arderán y me pondré a morir / No me pongas
otra copa de ese pecaminoso aguardiente añejo janx»).
Cada
adversario concentraba su voluntad en la botella, tratando de inclinarla para
echar aguardiente en el vaso de su oponente, quien entonces tenía que beberlo.
La
botella se llenaba de nuevo. El juego comenzaba otra vez. Y otra.
Una
vez que se empezaba a perder, lo más probable es que se siguiera perdiendo,
porque uno de los efectos del aguardiente janx es el debilitamiento de las
facultades telequinésicas.
En
cuanto se consumía una cantidad establecida de antemano, el perdedor debía
pagar una prenda, que normalmente era obscenamente biológica.
A
Ford Prefect le gustaba perder.
Ford
miraba fijamente a Arthur, quien empezó a pensar que, después de todo, tal vez
quisiera ir al Horse and Groom.
-
¿Y qué hay de mi casa...? -preguntó en tono quejumbroso.
Ford
miró a mister Prosser, y de pronto se le ocurrió una idea atroz.
-
¿Quiere derribar tu casa?
-
Sí, quiere construir...
-
¿Y no puede hacerlo porque estás tumbado delante de su bulldozer?
-
Sí, y...
-
Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo - afirmó Ford, y añadió
gritando-: ¡Disculpe usted!
Mister
Prosser (que estaba discutiendo con un portavoz de los conductores de los
bulldozers sobre si Arthur Dent constituía o no un caso patológico y, en caso
afirmativo, cuánto deberían cobrar ellos) miró en torno suyo. Quedó sorprendido
y se alarmó un tanto al ver que Arthur tenía compañía.
-
¿Sí? ¡Hola! -contesto- ¿Ya ha entrado mister Dent en razón?
-
¿Podemos suponer, de momento - le respondió Ford-, que no lo ha hecho?
-
¿Y bien? -suspiró mister Prosser.
-
¿Y podemos suponer también -prosiguió Ford- que va a pasarse aquí todo el día?
-
¿Y qué?
-
¿Y que todos sus hombres van a quedarse aquí todo el día sin hacer nada?
-
Pudiera ser, pudiera ser...
-
Bueno, pues si en cualquier caso usted se ha resignado a no hacer nada, no
necesita realmente que Arthur esté aquí tumbado todo el tiempo, ¿verdad?
-
¿Cómo?
-
No necesita -repitió pacientemente Ford- realmente que se quede aquí.
Mister
Prosser lo pensó.
-
Pues no; de esa manera... -dijo-, no lo necesito exactamente...
Prosser
estaba preocupado. Pensó que uno de los dos no estaba muy en sus cabales.
-
De manera que si usted se hace a la idea de que Arthur está realmente aquí - le
propuso Ford-, entonces él y yo podríamos marcharnos media hora a la taberna.
¿Qué le parece?
Mister
Prosser pensó que le parecía una absoluta majadería.
-
Me parece muy razonable... -dijo en tono tranquilizador, preguntándose a quién
trataba de tranquilizar.
-
Y si después quiere usted echarse un chispazo al coleto -le dijo Ford-,
nosotros podríamos sustituirle.
-
Muchísimas gracias -repuso mister Prosser, que ya no sabía cómo seguir el
juego-. Muchísimas gracias, sí, es muy amable...
Frunció
el ceño, sonrió, trató de hacer las dos cosas a la vez, no lo consiguió, agarró
su sombrero de piel y caprichosamente se lo colocó del revés en la coronilla.
Sólo podía suponer que había ganado.
-
De modo que -prosiguió Ford Prefect- si hace el favor de acercarse y tumbarse
en el suelo...
-
¿Cómo? -inquirió mister Prosser.
-
¡Ah!, lo siento -se disculpó Ford-; tal vez no me haya explicado con la
claridad suficiente. Alguien tiene que tumbarse delante de los bulldozers, ¿no
es así? Si no, no habría nada que les impidiese derribar la casa de mister Dent
¿verdad?
-
¿Cómo? -repitió mister Prosser.
-
Es muy sencillo -explicó Ford-. Mi cliente, mister Dent, afirma que se
levantará del barro con la única condición de que usted venga a ocupar su
puesto.
-
¿Qué estás diciendo? -le preguntó Arthur, pero Ford le dio con el pie para que
guardara silencio.
-
¿Quiere usted -preguntó Prosser, deletreando para sí aquella idea nueva- que
vaya a tumbarme ahí...?
-
Sí.
-
¿Delante del bulldozer?
-
Sí.
-
En el puesto de mister Dent.
-
Sí.
-
En el barro.
-
En el barro, tal como dice usted.
En
cuanto mister Prosser comprendió que, después de todo, iba a ser el verdadero
perdedor, fue como si se quitara un peso de los hombros: eso se parecía más a
las cosas del mundo que él conocía. Exhaló un suspiro.
-
¿A cambio de lo cual se llevará usted a mister Dent a la taberna?
-
Eso es-dijo Ford-; eso es exactamente.
Mister
Prosser dio unos pasos nerviosos hacia delante y se detuvo.
-
¿Prometido? -preguntó.
-
Prometido -contesto Ford. Se volvió a Arthur.
-
Vamos -le dijo-, levántate y deja que se tumbe este señor.
Arthur
se puso en pie con la sensación de que estaba soñando.
Ford
hizo una seña a Prosser que, con expresión triste y maneras torpes, se sentó en
el barro. Sintió que toda su vida era una especie de sueño, preguntándose a
quién pertenecería dicho sueño y si lo estaría pasando bien. El barro le
envolvió el trasero y los brazos y penetró en sus zapatos.
Ford
le lanzó una mirada severa.
-
Y nada de derribar a escondidas la casa de mister Dent mientras él está fuera,
¿entendido? -le dijo.
-
Ni siquiera he empezado a especular -gruñó mister Prosser, tendiéndose de espaldas-
con la más mínima posibilidad de que esa idea se me pase por la cabeza.
Vio
acercarse al representante sindical de los conductores de los bulldozers, dejó
caer la cabeza y cerró los ojos. Trataba de poner en orden sus pensamientos
para demostrar que él no constituía un caso patológico. Aunque no estaba muy
seguro, porque le parecía tener la cabeza llena de ruidos, de caballos, de humo
y del hedor de la sangre. Eso le ocurría siempre que se sentía confundido o
desdichado, y nunca se lo había podido explicar a sí mismo. En una alta
dimensión de la que nada conocemos, el poderoso Kan aulló de rabia, pero mister
Prosser sólo se quejó y sufrió un leve temblor. Empezó a sentir un escozor
húmedo detrás de los párpados. Errores burocráticos, hombres furiosos tendidos
en el barro, desconocidos incomprensibles infligiendo humillaciones
inexplicables y un extraño ejército de jinetes que se reían de él dentro de su
cabeza... ¡vaya día!
-
¡Vaya día! Ford sabía que no importaba lo más mínimo que derribaran o no la casa
de Arthur.
Arthur
seguía muy preocupado.
-
Pero ¿podemos confiar en él? -preguntó.
-
Yo confío en él hasta que la Tierra se acabe -le contestó Ford.
-
¿Ah, sí? -repuso Arthur-. ¿Y cuánto tardará eso?
-
Unos doce minutos -sentenció Ford-. Vamos, necesito un trago.